Cine

'Civil War': el almuerzo desnudo

Un fotograma de 'Civil War', film de Alex Garland

Antonio Boñar

Vivimos adocenados dentro de nuestro cómodo presente, ese en el que todo parece estar quieto, a veces turbadamente quieto, como en ese programa de televisión de noticias que observamos sin escuchar, esperando el apocalipsis final como quien espera que llegue su pedido de comida italiana a la carta, como quién pide unas manos para rascar su espalda, como quien confunde esos dedos traviesos sobre el gastado lienzo de su piel con el amor, como quien ve ganar a su equipo y se acuesta pensando que todo está bien, ajeno al hambre y a las guerras, a los hombres y mujeres que mueren en otras partes de este mundo que es también el nuestro, tan lejos y tan cerca.

Lo que cuenta Civil War está pasando y ha pasado siempre, pero es cuando la devastación afecta a nuestras frívolas y cotidianas costumbres cuando se vuelve aterrador, es cuando nuestras rutinas más sencillas se derrumban en unos pocos segundos cuando todo se oscurece, como una pesadilla reventando nuestro sueño más plácido en esa hora en la que solo deberíamos estar acunados por la noche más dulce. Está ocurriendo en Gaza, Etiopía, Birmania o Ucrania; ocurrió en España, Yugoslavia y Europa; ocurre cada cierto tiempo en cualquier parte del mundo, porque la pulsión humana por matar y conquistar, por prevalecer y dominar, nunca ha entendido de sofisticaciones. Las civilizaciones más prósperas han sucumbido con absurda condescendencia al desastre, se han empezado a fagocitar a sí mismas en el mismo momento en el que se han empezado a creer eternas, satisfechas y henchidas de poder. Roma no se conquistó en un día, pero tampoco desapareció en un día, las sociedades más encantadas de conocerse a sí mismas siempre han caído lentamente, al principio, para luego derrumbarse de repente, con una suerte de perplejidad estúpida retratando su final. Nadie lo ve venir, nadie ve llegar la derrota, los perdedores son seres que digieren espantados ese último y retorcido atisbo de lucidez que les explica la fragilidad del destino.

Lo mejor de esta extraña y absorbente película es su intencionada falta de perspectiva, su negación de la explicación. No sabemos por qué el país más poderoso del planeta ha llegado a este punto, a una guerra civil de la que solo se nos cuenta que ha venido para quedarse, que ha devastado los paisajes más retratados y vulgares del primer mundo, simplemente ha pasado. Y no nos resulta descabellado porque el buen cine es la herramienta perfecta para introducirnos dentro de una distopía tan alucinante (o no) como la que se nos cuenta, porque para eso están la imaginación y el arte, para mostrarnos lo que hay en la punta de nuestros tenedores.

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