Con las cabezas mirando al suelo

Funeral tragedia Pozo Emilio del Valle

Jesús María López de Uribe

Ser periodista no significa haberlo visto todo. Por muchos años que lleves en la profesión, y funerales a los que hayas acudido, a veces es tu primera vez en la despedida de un pueblo, el minero, a sus compañeros muertos. Impresiona. Vaya que sí.

En ese momento uno se da cuenta de porqué los mineros son distintos. Las empresas en las que trabajan crean localidades a su alrededor que duran al menos más de medio siglo. Se nace minero en Santa Lucía de Gordón. Directamente, sin pasar por la mina. Se nace minero en cualquier pueblo minero. Se es de la familia minera por nacimiento. Porque ser minero no sólo es picar en la mina. Esa es la diferencia con los trabajadores de la construcción, que no hacen pueblo.

Así que da igual que sea uno de Santa Lucía, de Bembibre, de Laciana, de las cuencas asturianas, leonesas o palentinas. Se es minero por ser de allí. Es lógico ver entonces a las tres mil personas que poblaban la meseta del polideportivo de Santa Lucía de Gordón (más las que estarían dentro) compungidos como si se hubiera muerto alguien de su sangre. Es que se había muerto alguien de su familia minera.

Silencio, pequeñas conversaciones, las cabezas hacia el suelo. Aplausos. Aplausos cuando llegaban los coches fúnebres. Aplausos por cada féretro, que entró en solitario y no todos a la vez para que la gente pudiera homenajear uno por uno a sus compañeros. Asistiendo a misa. Son de izquierdas, pero tienen sus curas. Gente especial. Organización automática. Como un ejército obrero. Aplausos y asentimientos cuando uno de los familiares criticó duramente a la dirección de la empresa por obligarles a entrar en tajos que no eran seguros. Todo muy contenido, pero con rabia. Aplausos a las familias cuando salían hacia sus casas a través de un pasillo efectuado para la ocasión. Gritos de repulsa a los políticos cuando se iban (políticos a los que no dejaron entrar al funeral, al igual que a las cámaras y a los periodistas). Aplausos cuando salían los coches fúnebres del polideportivo de Santa Lucía. Y las paisanas mayores cantando el Santa Bárbara Bendita. Sangre hirviendo y a la vez helada.

Familia. En realidad una familia. Eso son los mineros. Los únicos que son dignos en un día tan terrible en el que la cabeza tiende a mirar al suelo de pura tristeza. Salvo cuando pasan tus compañeros. Entonces se aplaude y se levanta la cabeza con la dignidad de saber que aún son mineros... y lo serán por siempre. Nacieron así. Morirán así.

Eso es ser minero. Ser leyenda.

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