Los mineros y el piano

Fiesta en la Maragatería.

No me preguntaron por qué. No me miraron con desprecio ni siquiera con desconfianza. Alguien que aún no me conocía demasiado pero sabía lo que era estar en mi pellejo, me dio la clave. Tienes que hablar con ellos. Y lo hice. Y desde ahí todo empezó a ir mejor. Porque ya no estaba sola. Porque había gente que me daba la mano si me veía tropezar, que me sonreía si me veía bajar los brazos para que los volviera a levantar, que me aplaudía si me veía en peligro de soltar lágrimas que no tocaban. Fueron algunas personas maravillosas dispersas por la provincia: algunos en la política, otros voluntarios. Y era, también, la gente del Valle de Laciana.

Yo sólo era una escritora tratando de dar la cara para salir a flote en un momento de emergencia democrática. Quería ayudar a sacar de la desafección a tanta gente que no tenía ninguna intención de ofrecer su voto a las urnas o que estaba acercándose peligrosamente al ‘son todos iguales’. Era muy consciente del olvido al que estaba sometida la tierra a la que pretendía representar. Conocía sus dolores, su agravio, su desolación. Y quise darle la vuelta. No era una postura recién tomada, al revés, era una decisión política que ya había ejecutado hacía tiempo: no por casualidad levanté mi casa en la vieja huerta de mis abuelos. Sostengo que estas tierras tienen un valor profundo que, a veces, de tanto mirarlas de cerca y en silencio, olvidamos. Y es justo al revés: este refugio vale oro. Las raíces primero, las alas después.

Aquella campaña fue compleja para mí. La exposición me llevó a lugares emocionales de mi vida personal y pasada que nunca hubiese querido transitar pero lo hice porque me comprometí a darlo todo para activar a la mayor cantidad de gente posible. No sé hacer las cosas a medias, aunque con los años ese fuego vaya mermando por pura supervivencia. En aquellos días hubo gente que me insultaba por la calle y en las redes, otros me amenazaron, algunos que creía amigos desaparecieron ante mis ojos para siempre, pero otras muchas personas me paraban cuando me veían y me abrazaban emocionadas, me daban las gracias por darles voz, por creer en ellos por fin, por representar un futuro posible y mejor que partiera del olvido hacia el futuro. La mayoría era gente joven, gente que no se sentía representada por nadie hasta entonces.

Fiel a las razones que me habían llevado hasta ese punto del mapa y de la vida, decidí poner el broche final de aquellos días en este pueblito que hoy se ha convertido en mi casa. Y dudamos: era posible que no viniera nadie, que fuese un fracaso, que hubiese más silencio que escombros, y ya es decir. Pero vino mucha gente. Y ellos también. Los del Valle de Laciana alquilaron un enorme autobús desde Villablino y se plantaron en mi pueblo con su bandera, su cariño y unas voces que hacían temblar a los negrillos. Hasta un piano trajeron en brazos. Cantamos, bailamos, bebimos toda una noche que fue catártica con otra gente excepcional que dijo sí desde el primer día. Unas amigas de hierro se trajeron sus tambores y me dieron los ánimos que entonces ya fallaban. Pusieron música de fondo a todo volumen, me recordaron de dónde venía y por qué tenía la fuerza para pelear por lo que creía justo, por frenar a la extrema derecha que nos quería calladas. Y yo, como dije en aquel mitin final, solo estaba ahí para reactivar nuestro deseo de ser felices. Porque podemos hacerlo, porque esta tierra es valiosa y hay muchas más por toda España presas de la misma encrucijada. Lo primero es creer. Y para eso mezclar una noche de verano a viejos mineros con un piano en medio de un campo de trigo es un aliciente hermoso. Lo demás viene después.

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